Conseguir el triceratops no fue lo más complejo de mi día previo a
Reyes. Quizá porque, por una vez, uno había hecho casi todos sus
deberes y había cumplido con el ritual de los regalos con tiempo. Tengo
para mí que, como el Día de la Madre y el del Padre, la tradición de los
regalos a "mansalva" el 6 de enero tiene algo del "Día de nos la han colado los comerciantes". Aunque hay que reconocer que hace felices sobre todo a los niños, que es de lo que
se trata. Los mayores podemos regalarnos todo el año, por más que a muchos
de nosotros la vida no nos deje a menudo ocuparnos de las cosas
importantes de la vida. Luego hay otros que se dedican a repartir
ilusión todo el año, no sólo un día, y lo hacen con una sonrisa y
esperando muy poco a cambio. Gabriel es checo, lleva ya años en Madrid y
vive de eso que aquella serie de televisión popularizó como "ñapas": un arreglo, una manita
de pintura, un enchufe... Como tiene imaginación e iniciativa, se ha
hecho tarjetas, una web y hasta un chaleco-anuncio que lleva siempre
puesto. Si viven en Madrid, quizá se lo hayan cruzado en el metro,
cargado de bártulos.
Es más probable sin embargo que lo hayan
visto en la placita que hay delante del Corte Inglés de la calle
Serrano. Hace ya años que ese pequeño rincón, entre el ajetreo de
Castellana y el conglomerado de tiendas de lujo de calles como Lagasca,
Ortega y Gasset, Claudio Coello o la propia Serrano, se ha convertido en una página de un libro, un reino mágico
en el que los más pequeños pueden montar en un precioso tiovivo
tradicional, admirar el pueblo de fantasía con ardillas y
tejones animados que rodean la tienda instalada a la entrada de El Corte Inglés o,
sencillamente, sin gastar ni un céntimo, saltar, trepar y balancearse en un parque infantil, que tiene de todo: columpio, castillo, balancines... Y
allí, en una esquina, desde hace cuatro o cinco años, Gabriel monta su
teatrito de títeres.
Tienen que verlo para entender la sencilla
pero poderosa herramienta que es la ilusión. Gabriel habla español de
aquella manera. Pero se le entiende. Los niños le entienden. Saben que
el lobo se quiere comer a Caperucita, que el príncipe es bueno y la
bruja mala. Y todas sus historias tienen un público menudo, pero atento y
entregado. Gabriel siempre deja caer algún guiño para los mayores en
sus relatos, que si la crisis, que si Hacienda, que si los políticos, siempre sin meterse en camisas de
once varas. Los niños atienden en silencio, gritan cuando toca cgritar y siguen la historia con los ojos abiertos de par en par,
sentados en las pequeñas banquetas de colores que Gabriel ha dispuesto
por su esquina. Ese posesivo -"su"- es tan poético como inexacto y
frágil. Él lo sabe, por eso, cuando me acerco a preguntarle por una petición que exhibe en un cartel, subraya
que nadie le impide estar ahí, que no ha tenido ningún problema, que no se
le malinterprete. Su reivindicación, casi podríamos llamarla su humilde
petición, es otra.
Gabriel ha escrito al Corte Inglés una carta
-sin respuesta de momento- solicitando a sus responsables que le
permitan guardar en sus instalaciones el teatrito. Para una enorme
empresa como son los grandes almacenes que preside Isidoro Álvarez no
debe de ser más que un pequeño trasto. No creo que el espacio sea un problema. Para
Gabriel, en cambio, supondría no tener que ir y venir a diario desde su casa con su teatrito a cuestas en
metro. No es sencillo: de hecho, tiene un carromato de
época más hermoso que no puede traer por lo complejo que resultatrasladarlo por una ciudad. Los asientos para su público los deja cada noche a la intemperie, encadenados a
un árbol y medio escondidos, porque ya le robaron cuarenta en una
ocasión (¿quien robará cuarenta pequeños taburetes a un titiritero
ambulante? Realmente hay que ser ruin...). Pero el resto es demasiado valioso
para dejarlo allí. Desde la lógica empresarial, puede
pensarse que una empresa como El Corte Inglés no está ahí para hacer de
almacén de titiriteros, que es una entidad privada dedicada a ganar
dinero -algo perfectamente respetable- y que sentaría un precedente. A
lo último, diría que se trata de un caso excepcional, y a lo anterior
hay poco que objetar. Aunque creo que los grandes empresarios se deben
diferenciar por su visión comercial, para empezar, y puedo asegurarles
que Gabriel se ha convertido ya en parte de las atracciones de la
placita. Su teatrito representa un valor añadido, y no me cabe duda de
que muchos de los padres que acuden a pasar la tarde allí acaban
comprando en los grandes almacenes. Pero hay algo más, creo, que
diferencia al gran empresario de verdad del mero tiburón: su capacidad
para no perder la humanidad. Uno, que ha visto a Gabriel recoger las
monedas que le dan con la mejor de sus sonrisas y regalar los libritos
de cuentos que vende a 3 euros cuando los padres de turno no llevaban
suelto -padres y madres que, a juzgar por sus ropas, sin duda no pasan apuros económicos-, confía en
que una empresa con solera y de tradición familiar como es El Corte
Inglés sepa estar a la altura de su titiritero particular.
Gabriel
está recogiendo firmas, que es como todo acaba funcionando en este
país. "Me pasó algo parecido cerca de mi casa, en el Parque de
Santander, que es del Canal de Isabel II -me cuenta-. Les escribí una
carta. Estos sí me respondieron, pero para decirme que no, que iba
contra la política de la empresa. Les escribí otra y volvieron a
denegármelo. La tercera se la envié con 800 firmas. Y entonces me lo
permitieron. Una firma no hace nada. Pero una detrás de otra sí".
Tranquilo, paciente, calmado, Gabriel sabe que es una hormiga frente a
gigantes, que no se trata de vencer, sino de convencer. Ojalá este
artículo sirva para ayudarle.
Foto: Gabriel, el pasado 5 de enero de 2012, en Serrano (Foto de M. Ayanz)
8/1/13
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